El síntoma

Cuando en el cuerpo de una persona se manifiesta un síntoma, éste (más o
menos) llama la atención interrumpiendo, con frecuencia bruscamente, la
continuidad de la vida diaria. Un síntoma es una señal que atrae atención,
interés y energía y, por lo tanto, impide la vida normal. Un síntoma nos reclama
atención, lo queramos o no. Esta interrupción que nos parece llegar de fuera
nos produce una molestia y desde ese momento no tenemos más que un
objetivo: eliminar la molestia. El ser humano no quiere ser molestado, y ello
hace que empiece la lucha contra el síntoma. La lucha exige atención y
dedicación: el síntoma siempre consigue que estemos pendientes de él.
Desde los tiempos de Hipócrates, la medicina académica ha tratado de
convencer a los enfermos de que un síntoma es un hecho más o menos fortuito
cuya causa debe buscarse en los procesos funcionales en los que tan
afanosamente se investiga. La medicina académica evita cuidadosamente la
interpretación del síntoma, con lo que destierra tanto al síntoma como a la
enfermedad al ámbito de lo incongruente. Con ello, la señal pierde su auténtica
función; los síntomas se convierten en señales incomprensibles.

Vamos a poner un ejemplo: un automóvil lleva varios indicadores luminosos
que sólo se encienden cuando existe una grave anomalía en el funcionamiento
del vehículo. Si, durante un viaje, se enciende uno de los indicadores, ello nos
contraría. Nos sentimos obligados por la señal a interrumpir el viaje. Por más
que nos moleste parar, comprendemos que sería una estupidez enfadarse con
la lucecita; al fin y al cabo, nos está avisando de una perturbación que nosotros
no podríamos descubrir con tanta rapidez, ya que se encuentra en una zona
que nos es «inaccesible». Por lo tanto, nosotros interpretamos el aviso de la
lucecita como recomendación de que llamemos a un mecánico que arregle lo
que haya que arreglar para que la lucecita se apague y nosotros podamos
seguir viaje. Pero nos indignaríamos, y con razón, si, para conseguir este
objetivo, el mecánico se limitara a quitar la lámpara. Desde luego, el indicador
ya no estaría encendido –y eso es lo que nosotros queríamos-, pero el
procedimiento utilizado para conseguirlo sería muy simplista. Lo procedente es
eliminar la causa de que se encienda la señal, no quitar la bombilla. Pero para
ello habrá que apartar la mirada de la señal y dirigirla a zonas más profundas, a
fin de averiguar qué es lo que no funciona. La señal sólo quería avisarnos y
hacer que nos preguntáramos qué ocurría.
Lo que en el ejemplo era el indicador luminoso, en nuestro tema es el
síntoma. Aquello que en nuestro cuerpo se manifiesta como síntoma es la
expresión visible de un proceso invisible y con su señal pretende interrumpir
nuestro proceder habitual, avisarnos de una anomalía y obligarnos a hacer una
indagación. También en este caso, es una estupidez enfadarse con el síntoma
y, absurdo, tratar de suprimirlo impidiendo su manifestación. Lo que debemos
eliminar no es el síntoma, sino la causa. Por consiguiente, si queremos
descubrir qué es lo que nos señala el síntoma, tenemos que apartar la mirada
de él y buscar más allá.

 

Tomado del texto «La enfermedad como camino»  de THORWALD DETHLEFSEN
y RÜDIGER DAHLKE